Silencioso el cielo enrojece como la imaginación no alcanza
y las tinieblas nos alcanzan como la razón no basta. Cuando el orden cósmico
roza lo que llamamos contingentes coincidencias y la noche llega en el día, nos
damos cuenta que el danzar celestial parte por la mitad y más partes la lógica
de la causa y efecto. Será que la luna recuerda que no es la noche quien la
provoca, que ella habita el espacio incluso fuera de vista de los tramoyistas
celestes, gigantes predecibles, milimétricos.
La obra no deja conciencia de estos avatares tras telón.
Alcanzamos solo a ver un protagonista potente viajar por el cielo, la seducción
de la luz en la oscuridad, su encuentro y desencuentro. En medio de tanta
belleza, cómo no pensar que es nuestro maravillarnos el que provoca el mundo y su bastedad, que todo es una puesta en
escena para nuestros ojos.
La luna seguirá
naciendo alimentándose y muriendo de la noche -o viceversa-, nosotros
seguiremos contemplando este vaivén sin saber dónde colocar el centro del
péndulo.
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