La escritura es memoria, no solo como huella,
ausencia de lo que habrá sido. Sino
como trazo que es en la medida en que existe un segundo que lo hace parte de
una serie. El preso condena al tiempo dentro de la celda marcando cada día con
un trazo. Los astros repiten su deambular, la tierra lo hace cíclicamente en lo
que hemos convenido llamar “año”. Aquel movimiento celeste que nos rebasa se
vuelve rito, comienzo y final infinito. Una circularidad que acoge nuestras
promesas, nuestros festejos y nuestra muerte.
La escritura es ese deshilar que deja como
memoria un transitar. Posibilidad de todas las palabras, conforme se devana se
hacen posibles muchas, habrá que elegir alguna. Si García Márquez puso al coronel
frente al pelotón de fusilamiento, será porque su tío también coronel le llevo
a conocer a los dromedarios de la ignorancia que habitaban el saber de los
diccionarios[i]. “El
mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para
mencionarlas había que señalarlas con el dedo”[ii]
El lenguaje y el mundo se reinventa con cada nuevo nombre propio que vendrá
necesariamente de un otro.
Somos escritura. Habrá que cerrar, en el uno o
en el cien, la serie infinita que cifra la repetición incansable. Lo que se ha
escrito habrá sido ya escrito. Bucle paradójico, el pez que se muerde la cola
es un ave fénix que nace de su muerte. ¿Qué somos sino la proyección de ese
espejo que en un pergamino se reconoce un Aureliano leyendo su destino,
viéndose a sí mismo leyendo de lo mismo, sin poder encontrar un punto que no
marque su propio fin.
Repetición de nombres y de historias, herencia
de un destino. Aquella estirpe que no tendrá una segunda oportunidad
paradójicamente se renueva con cada lector. Nuestra historia no será original
sino en la medida en que remite al origen, comienzo recurrente que se ira
construyendo en el desfiladero de los significantes hasta el final, como
aquella tarde frente al pelotón de fusilamiento.
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