MIENTRAS TODOS DUERMEN...

Mientras todos duermen…

Siempre quiso pensar que ser escritor e insomne era una buena combinación. Esa noche, habiendo enredado con su mano las agotadas palabras, intentó dejarlo, levantar el puño, pero intuye nuevamente una noche larga. El punto final no llega para tranquilizarlo y solo el automatismo de la rutina lo saca de su estado, sale a pasear al perro mientras todos duermen.  Lo prefiere así, en el anonimato de la noche donde no se siente obligado a recoger las mierdas del animal. Al regresar continúa con su tarea, motivado por un desvelo que se confunde con una cierta prisa, una exigencia que lo domina. Cansado se pregunta si realmente quiere llegar al punto final.

Su arte de escritor tuvo siempre menos de academia que de terapia y algo de esotérico. Cuando parecía al fin sucumbir al cansancio y decidir dejarlo, retoma el hilo para agregar una palabra más a la serie incompleta de su ficción. Se para en seco, cavila, se obliga a vaciar su vejiga, pero esta se resiste tanto como su imaginación. Al poco rato regresa, chasquea las teclas e inmediatamente amaga nuevamente una huida, esta vez sí motivado por lo que llama la maldita naturaleza. Si tan solo podría dejar durmiendo su cuerpo y su cansancio junto al de Teresa, quizás podría así terminar al fin ese interminable relato.

La mañana no espera a su insomnio y sabe que en el desayuno discutiría con ella. Una mujer pulcra, profesional y muy ordenada, sabe siempre dónde colocar el día y la noche. Le reclama su desorden, que no luzca corbata, ni tenga silla fija en uno de tantos cubículos al que estaba destinado desde las expectativas paternas. Esconde cierto desprecio inconfeso por el arte que la enamoró, no tanto por insensibilidad literaria, sino porque le recuerda que su amor reposa en las cartas que están junto a las postales de otros tiempos que nunca más volverá a vivir.

Las riñas como era costumbre, empezaban de manera tan absurda como la historia que esa mañana la desencadenó. La tetera anunciaba a gritos el agua en ebullición infernal, mientras el noticiero llenaba el vacío de la pareja con la crónica roja propia de los primeros reportes matinales. Una mujer indigente había sido quemada viva durante la noche por el aparente juego cruel de unos adolescentes, anunciaba la voz grave del reportero. Esa si es una verdadera historia, dijo Teresa sin mirar siquiera a su esposo, y sin la menor conmoción por lo brutal de las imágenes que el noticiero repetía una y otra vez para fidelizar al morbo de sus imperturbables clientes.

Él mismo casi ni se inquietó por la noticia. “Una verdadera historia” pensó, resonándole en esa frase el desdén contenido de su esposa. Buscar las razones del crimen les bastó para comenzar un toma y daca, la discusión anunciada se acaloró en medio del debate sobre el porqué de esta sociedad enferma.  Justo antes de llegar a elevar el tono de voz, la bronca se interrumpió con el portazo matinal ya conocido por los vecinos, un sonido seco que anunciaba la salida de una mujer insatisfecha.

El portazo le dejo la rabia inconclusa. Qué habría querido decir Teresa con una "verdadera” historia. Una vez despejada la nube de argumentos ya inútiles para una discusión que había terminado, sintió que las palabras de Teresa le caían como un juicio sobre su propio talento. Acaso sus historias cargadas con el esfuerzo de toda una noche no merecerían el calificativo de la verdad; cómo competir con la realidad armado tan solo con su ficción nocturna.

Quisiera seguir escribiendo pero necesita la prisa de la noche, ahora que nadie le espera ya no siente la misma urgencia.  Pasa el día y no deja de pensar en  la discusión de la mañana, mientras le asalta la expectativa de algo que no termina de entender. Algo lo inquieta, pero no alcanza a saber qué y nuevamente se vuelve una prisa, la necesidad de justificar un enigma empezando por decifrarlo. Lo buscó en sus pensamientos, era una idea vaga, algo inquietante que se volvía cada vez más molesto. Sin saber qué buscar, se dejó perder,  para terminar espiando viejos cajones. Desenterró  recibos de caducada importancia, regalos de mal gusto ajenos al desgaste, fotografías de gente desconocida, unas viejas cartas de amor que apartó sin interés y junto encontró un escrito en el que de él solo reconocía su letra.

Era un cuento con poco estilo, sin mucha técnica y demasiado largo para su propio gusto, seguro uno de esos primeros ensayos en la academia, pensó.  Lleno de tachones y correcciones,  narraba una escena policíaca llena de lugares comunes, una vecina testigo, un transeúnte cómplice, una historia de amor; todo giraba alrededor de la muerte de una mujer abrasada por el fuego. La escena era inconfundible, era imposible ignorarla, incluso podría servir de guión para la voz grave del noticiero.
Teresa volvería en poco tiempo. Sin entender por qué, como quien elimina las huellas de un crimen, quiso deshacerse de él pero no pudo. Pensó entonces en corregir el cuento. Se enfrascó en cavilaciones, buscaba otros motivos, otros escenarios, pero la historia se resistía a sus recursos literarios, a un nuevo desenlace.

Esta vez no le sirvió de consuelo el recurso a sus acostumbrados bloqueos literarios, le faltó poco para reconocerse como un escritor fracasado. Tuvo que levantar el puño. No pudo ver la causa que le faltaba, un argumento que no le pertenecía, un motivo del crimen que le era ajeno. Piensa en el destino.  La jornada termina, los vecinos llegan a sus casas. Un nuevo portazo anuncia el comienzo de una noche larga.


Santiago Rueda M / 2016

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